Y pasó, con la indiferencia que siempre quiso demostrar al
mundo, una página más de aquel amarillento libro que cansado estaba ya de
sostener. Fue un momento tan solo. Lo que se tarda en echar la vista atrás
cuando en la noche, un ruido suena cerca. Tan sutil e inapreciable como la
caída de la hoja de un árbol en un parque en el que apenas ya queda nadie. Tan
fugaz fue ese momento que a muy poco le supo y con una inquietud devastadora
quiso pasar otra más. Espantado quedó todo su ser cuando apreció que en las
siguientes páginas aún no había nada escrito, y la inseguridad que tantas veces
había sido su compañera vino a acompañarle de nuevo. Un inmenso vacío se mostraba delante de él y
a la vez, en contraposición, un mar de letras que ya le servían para bien poco,
había quedado atrás. Permaneció expectante unos segundos esperando dar con
una solución. Cerrar el libro le parecía descabellado y cobarde; volverlo a
empezar no iba a cambiar el momento en que se topara con la nada, más adelante.
Sólo continuarlo le pareció lo más razonable. Así que, volviendo a las páginas
de letras vacías, agarró con decisión el primer bolígrafo que encontró en su
escritorio y comenzó a escribir.
Aún lo veo, sentado en esa silla, queriendo dar palabras a
todo el vacío que encontró en ese libro. Acrecentando aún más su peso, que era
el de su conciencia misma.
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